Por una exégesis de la sexualidad. Lectura de un artículo de Paul Ricoeur




Pues bien, en el principio era la Noche, Νυξ, un pájaro de alas negras, hija del vacío, del Caos, del que sólo es un bostezo, es decir, nada. Y Noche pudo concebir, dicen que del Viento, y puso un huevo plateado en el manto inconmensurable de la oscuridad primera. Y de ese huevo, brotó un ser de alas doradas: Eros.

Arriba estaba el cielo vacío, la Nada; abajo, el Resto: Caos, la confusión.
Mas Eros hizo que el Caos se retirara y de él surgiera la Tierra, y la incitó a ella y al Cielo a mezclarse, y de esa mezcla, de ese acto primigenio surgió el mundo en su totalidad, y los inmortales y los mortales. Pero fue gracias a Eros que el orden se estableció entre todos ellos, porque debido a la atracción entre los seres que él provoca, los hombres se apaciguan, se dejan gobernar por el orden. Forjan la cultura.

Paul Ricoeur (27 de febrero de 1913, Valence-20 de mayo de 2005, Châtenay-Malabry) fue uno de los pensadores más destacados del siglo xx. Famoso por sus estudios de hermenéutica y fenomenología, protestante en un país de mayoría católica, como es Francia, su ideología va a estar marcada por la exégesis bíblica y por su credo religioso.
          Libros como La simbólica del mal (1960); El hombre falible (1960); Freud: una interpretación de la cultura (1965); El conflicto de las interpretaciones (1969); La metáfora viva (1980); Tiempo y narración (1983, 1984, 1985); Sí mismo como otro (1990); La historia, la memoria, el olvido (2000), forman parte de una vasta obra que ha dejado su impronta en el pensamiento contemporáneo en disciplinas como la filosofía, la historia y los estudios literarios.
En 1955 salió a la luz Historia y verdad, libro que reúne una serie de ensayos que tratan, por un lado, el “significado de la actividad histórica”[1]y, por otro, lo que Ricoeur llama “crítica de la civilización”[2], con una orientación a una suerte de “pedagogía política”.[3]
En este libro podemos descubrir un primer pensamiento del filósofo francés y la gestación de algunas de las ideas clave que luego caracterizarían su filosofía. 
Historia y verdad es una obra que invita, que mueve a la reflexión, pero no a una estéril, sino a la que motiva el cambio. Escribe Ricoeur: “porque creo que la grandeza del hombre está en la dialéctica del trabajo y la palabra; el decir y el hacer, el significar y el obrar están demasiado mezclados para que pueda establecerse una oposición profunda y duradera entre ‘theoría’ y ‘praxis’. La palabra es mi reino y no me ruborizo de ello”.[4]
                Una palabra que motiva el cambio al originar la reflexión; un cambio para vivir mejor como miembros de una sociedad que nos constituye como hombres y mujeres y a la cual constituimos. Para Paul Ricoeur hay, de este modo, un tema determinante: el lugar del hombre en cuanto hombre, en su calidad de persona en el marco de la comunidad en la cual “da y se da”.[5]
Un artículo agregado hasta la tercera edición de la citada obra va a integrarse a estas ideas de Ricoeur para completar una visión absoluta del hombre en su ser y en su vivir: la sexualidad.
Un tema al que el filósofo francés, sin embargo, entra con reservas, aunque con sinceridad, pues es desde sus circunstancias como hombre, protestante y casado desde las cuales va a discurrir.
Cuestión que en cierta medida parece separarse de los otros cauces por los que corre su pensamiento; aunque el tema de la sexualidad —tan de actualidad en el momento en que Ricoeur escribe— es ideal para poner sobre la mesa una vez más su pensamiento ético y sus ideas más elevadas sobre la convivencia humana.
El artículo “Sexualidad: la maravilla, la inestabilidad, el enigma” fue publicado originalmente en la revista Esprit, en noviembre de 1960; año significativo, pues marca el inicio de una década de grandes convulsiones y transformaciones, en la que la sexualidad, con el grito de combate “haz el amor no la guerra”, se convirtiría en el arma de una revuelta cultural y social contra una sociedad anquilosada.
Son los años en que se relee el pensamiento filosófico de Sigmund Freud, específicamente, El malestar en la cultura.
Así, a mediados del siglo XX, al releer al padre del psicoanálisis, algunos filósofos como Herbert Marcuse y George Bataille llegarían a la conclusión de que los problemas profundos de la sociedad tenían relación con las restricciones sexuales, puesto que eran éstas las que habían convertido a nuestra cultura en una “civilización enferma” y la terapia para liberarla de su postración, de su “neurosis”, padecida durante innumerables siglos, resultaría muy singular. Herbert Marcuse escribiría en Eros y civilización: “La noción de un orden instintivo no represivo debe ser probada primero en el más ‘desordenado’ de todos los instintos: la sexualidad”.[6] Abolir las restricciones sociales significaba liberar las prohibiciones sexuales. Exaltar el erotismo era, por tanto, una revolución social y cultural. Era luchar por una humanidad mejor.
Si la sociedad, por razones que tienen que ver con la paternidad de los hijos, había creado fuertes restricciones en lo que se refiere a las relaciones sexuales de sus miembros, lo cual había provocado una sociedad hipócrita, neurótica y fuertemente represiva, entonces se tenía que liberar a la sexualidad de sus restricciones, cualesquiera que éstas fueran, y convertir al erotismo en el arma que provocaría el cambio social.
Muchos artistas de estos años elevarían como estandarte, como eje de su escritura, a la libertad sexual como principio de cambio frente a una sociedad que para mediados del siglo pasado era, evidentemente, aún timorata. Ciega a las verdades interiores, la doble moral imponía un voto de silencio a las prácticas que sin duda se llevaban a cabo no sólo en prostíbulos o en los antros de reunión de pervertidos, sino en el seno de la casa familiar, y así lo exponen muchos artistas, quienes exaltarían las manifestaciones extremas de la sexualidad humana. La libertad se hallaría, así, en la trasgresión, particularmente, la sexual.
Por otro lado, para George Bataille el erotismo sería visto como un acto sagrado, un acto de comunión en el que los amantes van más allá de ellos mismos, es decir, alcanzan la trascendencia.
¿Qué consecuencias trajeron estos nuevos órdenes de pensamiento?
Es verdad que en muchos sentidos la libertad sexual es efectivamente conquistada mientras se tenga acceso a la información y a un ambiente de equidad. Pero esa nueva libertad da en llevar a las personas a nuevas formas de alineación. Por muchos, el sexo no es visto como un un acto que acerca a los amantes, sino  simplemente como un medio para el placer; un derecho de todos que puede ser ejercido en el momento en que las circunstancias lo permitan y que está casi al alcance de la mano.
No es que vea mal esta conquista importantísima de ejercer la propia sexualidad del modo en el que a cada cual le plazca, el problema se encuentra en la pérdida de sentido que parece tener muchas veces la gratuidad sexual.
Ricœur lo señala ya en la segunda parte del artículo “Sexualidad: la maravilla, la estabilidad, el enigma”: “Está en primer lugar lo que llamaré la caída en la insignificancia. El levantamiento de los entredichos sexuales ha producido un curioso efecto, que no había conocido la generación freudiana, la pérdida del valor por obra de la facilidad: lo sexual se hace próximo, disponible, y reducido a una simple función biológica se hace propiamente insignificante. Así, el límite de destrucción de la sacralidad cosmo-vital se convierte en el límite de la deshumanización del sexo”.[7]
El filósofo francés señala también que la sexualidad ha devenido en una suerte de paliativo a los fracasos o frustraciones de la rutina diaria, convirtiéndose en “sexualidad exasperada por su función de compensación y de revancha”.[8]
Para él, el problema se encuentra en que suele desvincularse a la sexualidad del cariño, convirtiéndose en una cierta represalia frente al ocio inane o la insatisfacción personal. El erotismo parece haber perdido todo sentido profundo, todo significado, dejando que las personas se deslicen entre dos extremos: “la promiscuidad” o “la soledad desolada”. [9]
Ricoeur ve al erotismo como “el polo opuesto del don” (180), del cariño, y, por tanto, es un acto incompleto, estéril.
Además, dado el inconmensurable poder de atracción que por antonomasia tiene el sexo, éste se ha convertido en un producto que se vende muy bien y que vende, a su vez, toda clase de productos.
Así, referencias al sexo en imágenes, productos, conceptos, nos bombardean todo el tiempo y por todos los frentes, convirtiendo a la sexualidad en una moneda de uso corriente, casi un objeto desgastado por el uso a no ser porque al mismo tiempo es muchas veces el único momento de verdadera interacción que tienen dos individuos en un mundo que parece aislarlos cada vez más, a pesar de los medios de comunicación y sus admirables avances, los cuales, paradójicamente, han convertido al hombre en un ser que va perdiendo cada vez más la facultad para realizar una interacción real —no virtual— con el otro.
Sin embargo, el sexo, a pesar de ser visto como fin en sí mismo en tanto dador de placer, o como un producto comerciable —y no hablo sólo de la prostitución, sino como me referí arriba, como un artilugio que logra vender—, sigue siendo para nuestro autor una maravilla, porque todavía es el medio para el reconocimiento de dos que se aman o que podrían amarse.
Ahora bien, después de esta serie de digresiones, cabe la pregunta acerca de la pertinencia de un pensamiento como el de Paul Ricoeur respecto a la sexualidad en este momento que vivimos.
En el artículo que trato, Ricoeur plantea una separación muy clara: por un lado la sexualidad; por el otro, el amor, y aunque es éste el término más englobante, el “móvil espiritual”, y, por tanto, del que debería tratarse, es la sexualidad la que se presenta una y otra vez, pues aparece como un escollo, un problema, y al mismo tiempo, debido a la promesa que le es inherente de dar placer, un móvil poderosísimo.
Por eso Ricoeur aborda el tema con reservas: es también un enigma. En la primera parte del artículo, “La sexualidad como maravilla”, en lugar de hacer un recuento objetivo de lo que es la sexualidad humana, Ricoeur va a señalar que una parte de ella se ha perdido y que era la que le daba al hombre un carácter de plenitud. Esta porción perdida es la sacralidad de las prácticas sexuales antiguas.
Po eso, lo que le interesa trata es la “búsqueda de una nueva sacralidad en la ética conyugal contemporánea”,[10] lo cual hace a éste un artículo muy personal en el sentido de que Ricoeur plantea un problema desde sus particulares circunstancias vitales.
Nuestro filósofo define la sexualidad como un problema, y dicho problema se debe a la pérdida de la sacralidad que en un principio era parte de la sexualidad humana, la cual le daba cierta plenitud al hombre. “‘En aquel tiempo’ los ritos manifestaban por la acción la incorporación de la sexualidad en un sacralidad total, mientras que los mitos sostenían por medio de relatos solemnes la instauración de esta sacralidad; la imaginación no dejaba de revestir ‘entonces’ todas las cosas con símbolos sexuales, en compensación por los símbolos que recibía de los grandes ritmos de la vida vegetal, que a su vez simbolizaba la vida y la muerte de los dioses según un juego indefinido de correspondencias mutuas”[11].
Pero toda esa visión totalizadora que se enlaza con el cosmos y los ciclos vitales de la naturaleza se perdió en provecho de una “ética política”, de una cultura centrada en la política.[12]
“Era preciso que esa sacralidad se hundiera, al menos en su forma inmediata e ingenua”.[13] Porque Eros tiene una fuerza violenta, terrible; es una “fuerza peligrosa y prohibida” que debe refrenarse, y pareciera que la única manera es constreñirlo en la institución matrimonial, regularlo y reducirlo a la procreación.
Proscrita y temida, la sexualidad empezó a verse como algo culpable, sobre todo cuando la Iglesia instauró la idea de de que el Alma y el Cuerpo se encuentran divididos exaltando el Alma, haciendo al Cuerpo el “Otro, Enemigo y Malo”.[14]
Sin embargo, la integración de estas dos ideas, la creencia de que soy persona, soy mi cuerpo del que indivisiblemente está ligada mi alma, y que no puede estar una sin el otro en este momento en el que existo, en el que vivo, va a darle a la sexualidad una nueva oportunidad de tener, otra vez, ese componente primordial, que es el sagrado, al ver a la “sexualidad como lenguaje sin palabra; como órgano de reconocimiento mutuo, de personalización mutua, en una palabra, como expresión”.[15] A esto Ricoeur le llamará “la dimensión del cariño”.
Así, es el cariño como reconocimiento mutuo donde quede integrado el amor espiritual y el amor carnal, el cual permitirá la restitución del aspecto pleno que en un principio tenía la sexualidad cuando estaba cargada de un componente sagrado; vieja sacralidad en la que la procreación era instintiva, irresponsable. 
Ahora, con métodos que regulan la natalidad, esta sexualidad más del lado del instinto ha quedado rebasada: “la reproducción deja de ser un destino, al mismo tiempo que se libera la dimensión del cariño en la que se expresa la nueva sacralidad”,[16] de modo que es necesario un nuevo tratamiento de la sexualidad conjugando el aspecto carnal y el espiritual, que vincule a las personas en una relación y que además restaure la “integridad y la integralidad de la carne”.
Así, es la institución la que al final de cuentas debe regular el vínculo sexual, a pesar de todas las restricciones que esto conlleva. Es el matrimonio, así, para Ricouer, el lugar en que la sexualidad podrá encontrarse más fácilmente con el cariño, y es el lugar en el que los esposos se reconocerán mutuamente, sobre todo porque dentro de esta institución legalmente establecida hay una parte de justicia, de respeto al otro, de igualdad de derechos y de reciprocidad en la relación; aspectos que, sin embargo, todavía están por cumplirse en su totalidad.
Desde esta perspectiva de comunidad, la sexualidad debe regularse con el yugo del matrimonio, idea que parece chocar no sólo con las opiniones de muchos contemporáneos, sino con los de la época en que el filósofo francés la formula, puesto que era el momento en que se apostaba por el “amor libre”. Será hasta el momento en que Ricoeur alcanza a escribir este texto que se intentará restituir a la sexualidad del componente sagrado que le era propio (por ejemplo, con Bataille y su idea del erotismo sagrado), basándose en “la alianza frágil de lo espiritual y de lo carnal en la persona”, es decir, en la personalización mutua: ser a través del otro y ser por el otro.
Para resolver el escollo de la pérdida del componente sagrado de la sexualidad, Ricoeur, en esta primera parte, va a regresar al polo opuesto: el amor, pero no un amor cualquiera, no un amor que puede ser entendido como Eros o como el de la amistad, o el que se da entre hermanos o entre padres e hijos. El amor al que se refiere en este punto Ricoeur es uno muy especial y que se podría considerar como más elevado que todos los tipos de amor antes citados. Éste se encuentra relacionado con la idea cristiana del amor de Dios, la Agapé.[17]
Es interesante que Ricoeur relacione la sexualidad con este tipo de amor inmotivado y que no espera nada a cambio, que es el que supuestamente le tiene Dios sus hijos, según la original creencia cristiana, y que esto lo haga precisamente cuando muchos pensadores privilegiaban el erotismo como una forma de libertad y de comunión con el otro, excluyendo la religión. Mas Ricoeur ve a Agapé como la única forma de acercamiento a la sacralidad perdida de la sexualidad.
                Así, la Agapé en tanto espontánea, que ama sin que haya una razón más que un amor gratuito, inconmensurable por ser inmotivado, que da y espera el bien, y que al mismo tiempo es creativo porque busca la comunión, la comunidad, es, para nuestro escritor, el único medio que pondrá al hombre en el ámbito de los sagrado otra vez y que convertirá a la sexualidad en un componente del hombre, que dona, que forja, que crea comunidad.
Así, Ricoeur propone una ética de “recuperación de Eros por Agapé”.[18]
“Lo sagrado tiene que franquear el umbral de la persona”, cosa que no cabía en la antigua sacralidad, donde los individuos se perdían en “el río de las generaciones y regenaraciones”. [19] La sexualidad antigua tendía a la procreación. Una procreación irrefrenada, animal, irresponsable; mientras que el hombre, al controlar la procreación, puede liberar a la sexualidad, pero ni en ese caso para Ricoeur ésta debe ser sólo para el placer, porque ella debe verse siempre desde el marco de la persona, en tanto que es “personalización mutua”, y de este modo se está actuando dentro de la comunidad y para la comunidad; así, el matrimonio no puede excluirse de estas ideas de la nueva sacralidad sexual, puesto que es parte de las instituciones que rigen y levantan la comunidad. “El matrimonio sigue siendo la mejor oportunidad para el cariño”, expone Ricoeur.[20]
Así, bajo la luz de Agapé, la sexualidad cobra una nueva presencia, no tanto con las ideas concernientes a la institución, desde mi punto de vista, sino del don, de la interrelación que es primordial en la sexualidad humana. En el tema de la sexualidad será el encuentro de dos en tanto personas lo que debe convertir a esta potencia en algo otra vez productivo, creativo; la exaltación de la propia humanidad, de modo que enaltezca a los que se interrelacionan a través de la relación sexual. Debe ser, ante todo, un acto de amor.
Así, la Agapé, entendida también como caridad, “es la que le da sentido a la institución social y al suceso del encuentro”.[21]
El amor como el principio que le da sentido al sexo es, como siempre, la idea revolucionaria, aunque ya la hayamos leído en la más trillada novela rosa, y es porque parece que es un principio que muchas veces se ha olvidado en la práctica real, vital, de las relaciones. El matrimonio es algo que se encuentra fuera de los planes de muchos, mientras que el sexo es un derecho que se ejerce, y muchas veces del que se abusa, no por practicarlo muchas veces, sino por darle sentidos que no tiene y por dejar de ver lo más primordial de él; lo que nos hace, en el encuentro amoroso, reconocernos a nosotros mismo como personas, como seres humanos, y reconocer en el otro una persona igual a mí y que al estar conmigo me enriquece y enriquezco, y efectivamente por eso hay una entrega y, por ende, un compromiso, esté o no esté regido por una institución.
La pertinencia del pensamiento ético de Ricoeur es indispensable para alcanzar un esfera total y profunda que nos convierta en hombres y mujeres completos que sirven a la comunidad de la que somos parte, al margen de tener este pensamiento connotaciones religiosas que pueden desagradan o motivar sospecha.
Y a pesar de todo lo que ya he dicho en este trabajo siguiendo a Ricouer sobre la sexualidad, ésta es y seguirá siendo un enigma. “Tenemos la conciencia viva y oscura de que el sexo participa de una red de fuerzas cuyas armonías cósmicas se olvidan, pero no por eso quedan suprimidas; que la vida es mucho más que la vida; quiero decir que la vida es ciertamente mucho más que la lucha contra la muerte, que un retraso del plazo fatal; que la vida es única, universal, toda en todos, y que es de ese misterio del que gozo sexual tiene que participar”.[22]
Y ese universo misterioso sólo podrá descifrarse a través de “la exégesis sabia de los viejos mitos; sólo revive gracias a una hermenéutica[23]. He ahí la importancia de abrirse con reservas a una potencia tan grande, primitiva y sublime que es la sexualidad humana.   

Bibliografía


Bataille, Georges, El erotismo. Barcelona: Tusquets, 4ª ed., 2005.

Braunstein, Néstor, A medio siglo de El malestar en la cultura de Sigmund Freud. México: Siglo XXI, 1991.
Freud, Sigmund, El malestar en la cultura y otros ensayos. México: Alianza Editorial, 1989.
Marcuse, Herbert, Eros y civilización: Una investigación filosófica sobre Freud. México: Joaquín Mortiz, 1965.
Nygren, Anders, Eros y ágape. La noción cristiana del amor y sus transformaciones, trad. José A. Bravo, Barcelona: Sagitario, 1969.
Ricoeur, Paul, Historia y verdad, trad. Alfonso Ortiz García. Madrid: Encuentro, 1990 [3ª. ed. aumentada con algunos textos]
 




[1] Paul Ricoeur, Historia y verdad, p. 9.
[2] Ibíd., p. 9.
[3] Ibíd., p. 10.
[4] Ibíd., 10-11.
[5] Ibíd., 124.
[6] Herbert Marcuse, Eros y civilización, p. 206.
[7] Ricoeur, p. 180.
[8] Ibíd., p. 181.
[9] Ibíd., p. 182.
[10] Ibíd., p. 175.
[11] Ibíd., p.175.
[12] Ibíd., p.176.
[13] Ibíd., p.175.
[14] Ibíd., p.176.
[15] Ibíd., p.177.
[16] Ibíd., p.177.
[17] El término proviene del griego y ha sido vertido al español de varias formas: como ágape, agape y agapé. Uso la última forma por ser la que se emplea en la traducción al español de Historia y verdad.
[18] Ibíd., p.177.
[19] Ibíd., p.177.
[20] Ibíd., p.179.
[21] Ibíd., p. 93.
[22] Ibíd., p. 183.
[23] Ibíd., p. 183.

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