Mite y Gude

—¿Y ésta quién es? 

Con los ojos un poco desconcertados, la que había hablado y yo nos miramos. 

—Es la hija de Ade, mamá. 

—Ah… ¿y sabe hacer quehacer? 

—No, ella va a ser maestra. 

—Ah. 

Mi abuelita Gude (escribo abuelita, porque no le gustaba que le dijera abuela) me medía un vestido que había hecho para mí, mientras mi bisabuela Mite llegaba a la tienda. 

Mite era algo así como un personaje legendario, por lo menos a nivel de leyenda eran las historias que me contaba mi mamá sobre ella. La adoraba, como si de verdad fuera una representante de otra realidad más valiosa. 

Me contaba que había sido extremadamente generosa y trabajadora. Entre otras historias, que una vez había comprado un ataúd a unos vecinos, porque a la mera hora el casi muertito no se les había muerto, y como eran muy pobres, se los compró para ayudarlos. 

Los hijos no podían creer lo que encontraron en la casa al regresar de trabajar en el campo. 

Mite les dijo que lo había comprado como previsión, para que, cuando se muriera, no tuvieran que hacer ningún gasto. Por supuesto, los hijos se deshicieron de él. Y a mí esa historia me hacía reír, porque yo conocí a mi bisabuela cuando ya decían que tenía casi cien años. De modo que el ataúd se hubiera quedado guardado demasiado tiempo y quizá se hubiera podrido antes de que se llegara a usar. 

Mi mamá la adoraba. La había criado a puros atoles cuando la trajeron de la sierra donde había nacido, y yo, con esa veneración rememorada, la miraba delante de mí devolviéndome la mirada: doña Mite, mi bisabuela. 

Era pequeña y flaquita. Había sido partera, y sabía, al igual que mi abuelita, remedios para curar de espanto, empacho, tiricia y todas esas dolencias ligadas al alma. 

En esa época nunca me enfermaba, pero era demasiado flaca. 

—Hay que sahumar a esta niña. 

Para rápido, con el humo del raidiolitos que tenía siempre a un lado para no ser devorada por los mosquitos que atraía como imán —decía mi abuelita que porque tenía la sangre dulce— me hicieron la señal de la cruz en el pecho y en la espalda. 

Era la primera vez que iba a pasar el verano a la casa de mi abuelita y ella no me dejaba salir sola a ninguna parte, porque era costumbre aceptada, sin que mediara mucho tiempo de que sucedieran tales cosas, que los hombres se robaran a las muchachas. 

Se decía que si una le gustaba a alguien, éste, para no correr el riesgo de ser rechazado, podía simplemente robársela. Luego, dos cosas podían pasar: que la familia de la muchacha tuviera el derecho de seguirlo hasta matarlo; o bien dar por perdida a la hija. 

La segunda opción, que terminaba en casamiento, significaba que el abuso se prolongaría de por vida con el agravante de tener que cocinar para el tipo, lavarle su ropa y tener a sus hijos. 

Mi abuelita decía que qué cuentas le iba a dar a mi padre si me robaban. Yo no entendía cómo podía ser eso posible, pues a los trece años por cumplir mi apariencia era más la de una niña de diez, y pensaba que sería muy raro que le gustara a alguien como para robarme, pero supongo que mi abuelita prefería no correr riesgos. 

Historias de muchachas robadas que parecían imposibles, hasta que una conocía o sabía de las protagonistas de algunas de ellas, como las hermanas de mi abuelo Matilde, el padre de mi mamá y esposo de mi abuelita. 

Al papá de ellas, mi bisabuelo Hilario, lo recuerdo cuando ya era un viejito, asimismo casi centenario, con una larga barba blanca. Sacaba su silla a la calle y se sentaba ahí a tomar el sol. Yo sacaba una silla más pequeña y me sentaba junto a él sólo a admirarlo: su barba larga y blanca, que contrastaba con su piel oscura; vestido aún con calzón y camisa de manta, su piel morena y curtida por el sol de la Tierra caliente parecía aún más oscura.

Quedó viudo al nacer la menor, Paula (robada y, como se puede inferir, con un desventurado destino). Decían que tenía fama de no querer dar a las hijas; que sus novios se las habían ido a pedir y él se había rehusado a entregarlas, lo que trajo la desgracia para ellas. También decían que en realidad había llegado del norte. A diferencia de la mayoría de la gente de por ahí, era muy alto. Fue zapatista y un ateo consumado. Él se decía un indio puro. 

Al final de su vida, mi abuelita Gude, su nuera, se hacía cargo de él. En un rincón de la casa estaba su catrecito, algunas fotos de su época de revolucionario, borrosas, perdidas en el tiempo. Mi abuelita le advertía que le rezaría cuando se muriera aunque él no quisiera, para ayudarlo a salir del Purgatorio.

Como yo no podía salir sola a ningún lado, ahora tenía que esperar a mi tío, de la misma edad que mi hermano, para que me acompañara a la plaza. De niña, en las vacaciones de invierno, sí que me escapaba de vez en cuando, por lo menos hasta la casa de mi bisuabuela Mite. Una casa que mi mamá siempre recordó como llena de misterios: en ella vagaba un viejo fantasma gordo, desarrapado y con bastón, que en un tiempo había sido tan avaro que se pensaba que, en la época de los pronunciados, había escondido un tesoro, y cuyos pasos y bastón escuchaba mi madre de niña en la noche, mezclados con la tos de Mite, acercarse desde el pozo cerrado que se encontraba en la última habitación sin ventanas de la casa, convertida a la postre en el cuarto de los tiliches. 

—Ándale, Salomón, acompaña a la niña. 

—Ay, amá, ¿y yo por qué? 

En la noche, aprovechaba que mi abuelo estaba en el rancho, para dormir junto a mi abuelita. Ella salía de bañarse apenas con el medio fondo encima y la toalla en la cabeza. Tan flaca era yo, que mis pechos no existían, y así me quedé toda mi adolescencia y mi juventud. Pero mi abuela tenía unos pechos y un vientre que había dado vida a todos los hermanos de mi mamá hasta casi los 45 años. Y yo imaginaba que quizá me convertiría en una mujer como ella. 

Mientras me medía la ropa que me había hecho, me decía: “Tú lo que tienes es cuerpo de modelo”, pero mi anhelo secreto era tener un cuerpo como el suyo. Eso no ocurrió. Yo abuelié a mi bisuabuela Mite. 

—Lo que debiste abueliarle era lo trabajadora, no otras cosas —decía. 

Cuando llegaba mi abuelo a dormir, me tenía que regresar a dormir con mis tíos, casi de mi edad. 

—Yo soy tu tío (o tía, según fuera uno u otra), y debes obedecerme —me decían burlonamente. 

Hasta la fecha, que la diferencia de edad es casi imperceptible y ya no cuenta para nada, siguen diciéndome mi niña y yo sigo hablándoles de usted. 

En la víspera de mi llegada, mi abuelita me compró unos armadillos bebés que pasó un señor a vender. Allá en el pueblo, la gente se los come, pero a mí me los dio como mascotas. Los tenía en una jaula y les daba leche con una cuchara. Ellos la tomaban sacando una lengua larga y delgada. Sus patas eran la cosa más rara que hubiera visto en la vida, y de su pecho, que no cubría la armadura que tenían encima, salían unos pelillos gruesos. 

Yo los bañaba todos los días, porque en el jardín de mi abuelita se llenaban de tierra, al igual que los gatos, con los que debía usar todas mis fuerzas en el fregadero, debajo del limón, para también bañarlos, a cambio de lo cual me dejaban toda rasguñada. 

Un día los armadillos desaparecieron. Quizá aprendieron a hacer una madriguera y ahí se escondieron, hasta que salieron un día todos gordos. Para entonces yo ya había regresado a la ciudad y no quisieron decirme qué fue de ellos...



Comentarios

  1. Me encantan tus historias, Cin. Me imagino clarito todo.

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  2. Me hiciste llorar recordar a doña Mite era una Sra especial cuando visitaba a mi abuela Licha que era su cuñada le decía Licha tu ya te preveniste para cuando te mueras, y mi ama Licha le contestes taba que eso ella no le preocupaba que hay verían sus hijos si la enterraban o no, y doña Mite le decía solo vas a dejar problemas a tus hijos, tu que ya vas a estar tiesa pero ellos, tenia una forma muy peculiar de decir las cosas, también recuerdo como al Tío Hilario que cuando bajaba al pueblo llevaba dulces y yo tenía abuela su hermana y ella no salía creo que hasta envidia me daba por no tener un abuelo que me llevara dulces, pero tuve la fortuna de tener dos abuelas María y Lucha como las extraño

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