Calle de La Soledad
Con una plegaria dejó el umbral de la puerta.
Se persignó de forma rápida hasta que repasó su rostro tres veces y se echó a
correr por la calle vacía con el corazón que forcejeaba con su respiración. La
de hoy era la segunda noche que se animaba a salir.
La primera fue una locura: ya ni se acordaba de
los clientes, el tiempo, la espera. Sólo pensaba en su bebé y a veces rezaba
para que Dios o alguien le mandara trabajo. Cuando volvió, la nena estaba
despierta y lloraba. La oyó desde una cuadra antes de llegar a su casa. Sabe Dios cuánto
tiempo llevaba así, pues se le oía el llanto cansado de que nadie acudiera a
sus llamados. Pero ya le daba caricias y le ofrecía el pecho para que se
apaciguara. La pequeña niña seguía con el dejo del llanto y la mirada enojada, resentida.
Mientras la abrazaba lo más
apretada y suavemente que podía para que se tranquilizara, le hubiera prometido
que no lo volvería a hacer, que no volvería a salir, pero era imposible.
Después de un par de días el dinero se había acabado y debía dejarla sola. El
problema era que empezaba a revolverse en la cama y más cuando lloraba. Por
eso, lo único que podía hacer para sentirse más o menos tranquila era sujetarla
cuidadosamente con las sábanas y levantarle una muralla de almohadas, de modo
que, si se giraba, no alcanzara a caerse.
La noche
parecía muy limpia, con un aire casi transparente, como si por fin se pudiera
jalar todo el aire que hasta entonces no estaba y llenar los pulmones de
oxígeno. Pero sentía algo frío mientras aspiraba: el miedo de su hija dejada sola,
de lo que les deparaba a las dos si cada situación, cada trastorno no tenía por
dónde arreglarse. La ciudad se veía, desde ese punto de la intemperie en que
estaba, también desierta, quizá por la hora, pero eso significaba que sería más
difícil —y peligroso— andar en la calle.
Calle de Jesús María
Se detuvo. Necesitaba tranquilizar su
respiración. Sacó un cigarro y entonces se percató de que le temblaban las
manos, aunque desde hace tiempo le sucedía siempre: apenas tenía que hacer algo
que le ocasionaba un poco de ansiedad y empezaba a temblar. De pronto vio a un
hombre del otro lado de la calle. Era como si hubiera salido de alguna sombra.
La miraba con demasiada avidez. No es que ella estuviera vestida aún para el
trabajo. Siempre salía más o menos recatada con su chamarra grande y larga para
no encontrar problemas en el camino, pero éste quizá era algún hombre malo que
andaba buscando a quien perjudicar. Cuando es así, no conviene ponerse en
ningún plan: ni de mujer decente ni de puta, porque de cualquiera de ellas una
se deja ver demasiado vulnerable a esas horas en la calle sin gente. Así que
tiró el cigarro y siguió su camino; lo único que podía hacer era llegar lo más
rápidamente posible a la esquina donde debía dar vuelta, pues ahí siempre había
algunas fondas y cantinas abiertas, y asegurarse de que el fulano se borrara.
Calle de Mesones
Mientras se veía pasar de soslayo por el
aparador de un restaurante, recordó que tenía sed. Le había dado el pecho a la
niña para que se quedara dormida lo más pronto posible, luego no tomó agua y ya
empezaba a sentir la boca seca. A ver si no se mareaba por salir así otra vez,
pero la nena había tardado en dormirse y, luego de dos tentativas, en las que
pensó que por fin se había rendido, abría los ojos nada más sentía que la
dejaban. “Dios mío, mándame un cliente para volver rápido”.
Metro Pino Suárez
Llegó al metro.
En
el andén estaba el mismo tipo de pasajeros nocturnos de siempre: obreros,
jóvenes que iban tarde a su casa, un par de meseras. Nada más… excepto la prisa;
esa sensación como de miedo contenido que crecía y se multiplicaba en cada
intento fallido de venderse.
La
obscenidad no permeaba la escena a través de los nos que llegaban de los
pasillos y ascendían a los vagones del metro, sino en la desnudez de la
incertidumbre, de la idea de llegar a su cuarto y encontrar en mal estado a su
bebé.
Su
trabajo, el trajín de promesas de placer, de ganas ofrecidas a la satisfacción
garantizada... todo ello debía verse tan falso, tan fallido cuando sólo podía
presentar una faz descompuesta de preocupación cotidiana.
Si
hubiera sido una joven como otras, en lugar de tener un oficio como éste
—aunque tuviera la ventaja de haberlo practicado sin que la explotaran o
maltrataran de más—, ya hubiera ido al cine a ver la película —ni de chiste
pensar en leer la novela— que anunciaba el cartel a sus espaldas, pero entonces
esa imagen estaría muy alejada de ella y no tendría importancia. Pero el hecho
es que esa cara triste de Anne Hathaway en Los miserables podría ser sustituida por la suya y si se
operara la magia que sucede en los musicales de Hollywood, todos los del andén
que la miran de soslayo sabrían de pronto, entre la sorpresa y el repudio, que
en medio de ellos hay una madre que se encuentra en la zozobra porque no puede
regresar de inmediato a acariciar una presencia tan querida que de alguna
manera se encuentra en peligro. Entonces la rodearían en un círculo de silencio
para mirarla con atención y luego cantarían en coro, más que de musical, quizá
de corifeo antiguo, de tragedia griega. Pero si nos ajustamos al drama hollywoodesco,
ninguno ayudaría y llegaría la hora del último vagón y ella, a la que aún
podemos percibir como rodeada de tigres que la han devorado muchas veces,
deberá salir a la superficie lívida y fría de las calles del Centro, buscar su
chamarra sucia en la esquina de siempre y reanudar una carrera desesperada en
busca de su hija.
De regreso
Salió con los pocos que descendieron mientras las
puertas de la estación se cerraban tras ella. Pensaba en cómo le haría con el
dinero. Regresaría a estar algunas horas con la niña y saldría temprano en la
mañana, aunque entonces sí no sabría cuánto tiempo tendría que estar en la
calle. Si las cosas seguían así, se vería en la necesidad de meterlos a su
casa, pero eso quería evitarlo a toda costa.
Apretó el paso. Sentía de
nuevo el corazón acelerando, casi desbordado, el aire frío en la garganta y el
pecho; pasó por la calle de Mesones, en la que de algunos establecimientos aún
alcanzaban a salir rumores. Volvió a sentir su sed. Luego dio vuelta en Jesús María.
El hombre de entre las sombras seguía en el mismo lugar. Esta vez no podía
pensar en si era peligroso porque debía llegar lo más pronto posible con su
bebé y cruzar por donde estaba él era el camino más corto. Casi corría. Al doblar
la esquina se dio cuenta de que la seguía. Debía llegar rápido a casa. La
alcanzaba. Volteó sin detenerse para encararlo y que entendiera que tenía
prisa, que no estaba para chingaderas... En respuesta, el hombre le dijo que
esperara con una voz que quería ser gentil y que sonaba apaciguada.
Volteó de nuevo, para ver qué
quería de una vez...
—Te he visto en el metro.
Se detuvo. Sin rodeos, al
verle la cara debajo de la luz, parecía recordar. Los de siempre. Sí, era uno
que hacía como que no veía la transacción. Sin más le dijo la tarifa, pero le
advirtió que en ese momento tenía prisa y que no podía ir con él hasta el
hotel.
—¿Cuánto entonces por
hacérmelo aquí?
Se lo dijo. Fue rápido. Con la
mano algo temblorosa, le dio el dinero. Ella estuvo a punto de darle las
gracias. Metió el dinero en su pecho y corrió por la calle de Jesús María, a
sólo dos cuadras de su casa.
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