Como un tiro
Para Óscar Calderón
Puso la canción de nuevo. Con oír las primeras
notas del intro sintió una sustancia que se derramaba desde dentro de su
cuerpo, del centro, en el plexo solar, y se expandía en ondas sucesivas hasta
la punta de los dedos de pies y manos, concentrándose, como olas en una pequeña
bahía, en las palmas y las plantas. Al mismo tiempo, ese pomo derramándose
hacía que sus fosas nasales se dilataran y luego sus pupilas, como si algo
cerrado dejara de pronto entrar, a través de los poros de su cuero cabelludo,
especialmente en la nuca, toda la luz o toda el agua, primero tibia y luego
caliente hasta volverse helada.
Era la canción perfecta, con la que debía gobernarse la Tierra. Si fuera artista, escribiría cuentos así, novelas así, epopeyas como ésa. Pensaba que era un privilegio vivir en la misma época de quien fue capaz de crear esto, tan bello y tan doloroso, porque al final de la comunión que experimentaba con la melodía, arrojado ya como un náufrago a la playa del silencio, se sentía muy solo y muy triste.
Sabía que nunca, no importaba cuánto leyera, qué lugares y personas llegara a
conocer, nunca sería capaz de realizar algo que alcanzara un poco de esa
belleza que lo subyugaba, y que, una vez que acabara la canción, el mundo
volvería a ser la posesión de una banda de miserables.
Quizá si se le hubiera ocurrido matarlo hace veinte años, cuando aún era joven, entonces hubiera propagado y cuajado la leyenda. Ahora era demasiado tarde.
Entonces odiaba a esa persona
que fue capaz de crear algo tan perfecto, porque nunca podría ser como él ni el
mundo como esa canción, con la que una y
otra vez lo demostraba.
Lo odiaba hasta querer
matarlo.
Esa sensación lo obligaba a
dejar de repetir por un momento la canción y alejarse de la computadora. Luego,
como esos placeres determinantes, planeaba cuándo volver a escucharla. A veces,
ponía una lista de reproducción que la incluía para que tocara en modo
aleatorio, a fin de que sonara inesperadamente, convirtiendo esas primeras
notas del intro en un disparo que lo fulminaba.
Pero el placer estético no
duraba mucho. Como esas drogas fuertes, su efecto disminuía y, en este caso, no
había manera de aumentar la dosis; la canción sólo era una y no podía
ensancharse ni multiplicarse. La había recorrido por entero hasta que ya su
cerebro preveía la nota que vendría sin sorpresas.
Se iba agotando y la tristeza
lo gobernaba, dejando sólo el hábito de la insensibilidad. Por eso se
concentraba cada vez más en quien había compuesto la canción. Repasaba una y
otra vez lo que había hecho; leía en internet sobre su vida, su familia, cómo
había estudiado en una escuela pública con otros niños que seguramente tendrían
unas vidas tranquilas e inocuas en cualquier barrio de la ciudad donde había
nacido, mientras que su artista había sobresalido desde chico, primero con su
rebeldía, luego con su música. Lo demás era parte de la historia: la gente se
volvió loca por él y él tuvo que afrontar las dificultades de las figuras
inmensamente famosas: las drogas, el alcohol, la eventual falta de creatividad,
la soledad... Pero ya se había rehabilitado y se decía que estaba a punto de
realizar una gira mundial que lo regresaría a los escenarios musicales.
Sólo alguien como él tendría
el poder de volver por su lugar a pesar del tiempo.
No obstante, la idea de ser
tomado, secuestrado por una canción empezaba a incomodarlo. Ésa era la razón de
su apatía, pues no podía abandonar la obsesión de tener, poseer y ser poseído
por la melodía, y que cada vez le dejara una desabrida sensación de placer
insuficiente.
¿Cómo recuperar el poder
perdido? Pensó que si recreaba lo que conocía de su ídolo, podría ser capaz de reconstruir
los momentos que crearon la canción y así poseerla. Que al fin le regresara lo
robado. Si era necesario, iría a que el autor lo restituyera, que devolviera lo
incautado. Atravesarlo como las notas lo atravesaban y romperlo en mil pedazos,
hasta que le regresara el todo.
Preparado durante meses, fue solo al concierto, incrédulo
de tener la fuerza para estar ahí sin desplomarse.
Vio moverse a su estrella de
una manera lúbrica, sus caderas huesudas, su cara de hombre de setenta
enfundado en pantalones de cuero. El lugar casi vacío. La gente le pedía a
gritos la canción y finalmente la cantó, con la voz desgarrada, con la súplica
desgarrada de que volviera a ser algo para alguien. Para nuestro protagonista,
que la oía sin poder creer que estaba ahí, con su ídolo; que si diera algunos
pasos, podría tocarlo. Precisamente porque había pocas personas era como si
sólo estuvieran los dos. Estaba ahí para oírlo, para protegerlo de la gente que
no coreaba, que no sabía la canción, que no lo conocía ni podría conocerlo.
Quizá si se le hubiera ocurrido matarlo hace veinte años, cuando aún era joven, entonces hubiera propagado y cuajado la leyenda. Ahora era demasiado tarde.
Lo esperó en su camerino. No
fue difícil ingresar. Al verlo acercarse, con una sonrisa de reconocimiento, le
dijo que era su mayor fan, aunque por dentro quería decirle: “No te preocupes,
aquí estoy para protegerte siempre”.
Fue así qué se quedó con él,
como una lapa. Se volvió su secretario, el presidente de su club de fans, su
portavoz. Con el tiempo, iba a cobrar las regalías de sus canciones. Ninguna
persona volvió a ver a la estrella, pero nadie se hizo cargo.
De vez en cuando, en la casa
del cantante, donde nuestro protagonista fue a vivir para ayudarlo en todo lo
que hubiera menester, se oía que tocaban a todo volumen la canción, mientras
una voz acicateaba a la que cantaba para que no parara, para que no parara
nunca.
Por Cintia Calderón
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